Hace algunos años escribí este texto, que no llegó a
publicarse, para una revista de turismo. Aprovecho para darlo a conocer ahora,
por la relación que tiene con mi novela. Se trata de mostrar un bonito rincón
de Ávila a través de una leyenda que ha sido recogida por otros autores, y que
es muy conocida en Ávila.
La Calle de la Vida y la Muerte
Ávila
de los Caballeros, de fundación medieval, aunque con antecedentes calcolíticos,
celtas, romanos y visigodos recibió tal denominación por la ciudad vetona y
por la caballería villana que albergaron sus muros. La hidalguía abulense
procedía en gran parte de esa gente que arriesgaba su vida y su hacienda al
repoblar una zona fronteriza y de los cuales eran caballeros aquellos que
contaban con un caballo y pertrechos para ir a la guerra, diferenciándose de la
antigua y anquilosada hidalguía leonesa.
Eligiendo
entre los abundantes rincones singulares de Ávila sobresale por su
arquitectura, leyendas y misterio la calle de la Cruz Vieja o de la Vida y la
Muerte. Ésta es una vía típica de la época del renacimiento. Oscuro callejón
estrecho y recóndito en pleno centro de la ciudad, en su parte más alta, que
ciñe el perímetro de la Catedral por el suroeste, bordeando su claustro gótico.
La calle está de espaldas a la zona noble de la fachada catedralicia, la cual
se rodea de palacios civiles y episcopales. De forma sinuosa recorre las
paredes del claustro en un estrecho zig-zag. El claustro se remata en lo alto
con robustos machones y bellas cresterías atribuidas a Vasco de la Zarza y a
Viñegra.
Se
elevan enfrente de la Catedral, al comienzo de la calle, los muros del palacio
de los Valderrábanos, con sus huertos y corrales. Continuando la fachada del
claustro se sitúa la puerta del Noveno, noble entrada en piedra que da acceso a
un patio anejo a la Catedral, con un arco de medio punto y las grandes dovelas
características de los palacios renacentistas abulenses. La calle se completa
con otras construcciones de menor entidad, y desemboca en la plazuela del
desaparecido Alcázar.
Un
nombre tan enigmático –la Vida y la Muerte– se justifica por dos medallones
superpuestos, esculpidos en las cresterías del claustro y visibles desde esta
calle. Representan una calavera con descarnados brazos sujetando una guadaña y
abrazando a un doncel, simbolizando la Muerte y un busto de una joven que
simboliza la Vida por contraposición.
También
fue denominada calle de la Cruz Vieja, por una antigua cruz de madera colgada
en un recodo. Era corriente en épocas pasadas, que en los callejones inhóspitos
aparecieran elementos de devoción para persuadir a los hidalgos de dirimir sus
diferencias en estos lugares apartados, cuando no de evitar que los rufianes
cometieran zafiedades o simplemente aliviaran sus necesidades físicas.
Una
calle como esta, escondida, sinuosa y mal iluminada se prestó, sin duda, a
servir de escenario a las disputas y retos de honor de los fogosos caballeros
abulenses, que protagonizarían granados lances de capa y espada. Como
ilustración de ello rescataremos una leyenda que da sabor y ambiente a este
singular espacio.
Cuenta
la leyenda, tal vez historia, o historia revestida de leyenda, que el pintor,
residente en la ciudad, Cristóbal Álvarez
hacia 1520 se dedicaba a restaurar los retablos de la catedral y, en una
de sus tablas, plasmó en secreto el rostro de su amor platónico doña Beatriz
Dávila, hija del Capitán General de los ejércitos del Emperador Carlos V.
El
pintor acudía todos los días a la catedral a observar el rostro de su amada,
como si de una devoción religiosa se tratara. Pero su secreto fue pronto
descubierto por un rival en el cortejo de la dama, un vástago de la noble casa
de Los Águilas. La disputa sangrienta entre los rivales se produjo en los
recovecos de la calle de La Cruz Vieja, donde el pintor acabó con la vida del
hidalgo, teniendo a continuación que abandonar la ciudad huyendo de la justicia
y la venganza.
De
Cristóbal Álvarez se dice a continuación cómo en tierras flamencas, donde se
había alistado como soldado, se encontró con el nuevo prometido de doña
Beatriz, quién reconociéndolo estuvo a punto de matarlo, en una desigual pelea.
Pero quiso la suerte que, cuando Cristóbal esperaba la estocada que iba a poner
fin a su existencia, el prometido de doña Beatriz echara en falta una joya,
regalo de su madre, perdiera la concentración, aplacase su cólera y perdonase
la vida al pintor. Cristóbal, que no llegó a escarmentar por el suceso, regresó
a Ávila con la intención de conjurar su obsesión forzando a la dama. Pero este
acto fue impedido por un hecho sobrenatural. Cuando el pintor acechaba a doña
Beatriz, sentado sobre un sepulcro a la puerta de la basílica de San Vicente, se
apareció el fantasma del abuelo de su amada, ya que era suya la tumba. El
espectro le pidió seriamente que no llevara a cabo su propósito.
Cristóbal
había estado tres veces entre la vida y la muerte a causa de una dama. Primero
en la calle de la Cruz Vieja, donde triunfó, enviando al otro mundo a su rival.
Más tarde salvando su vida en Flandes, cuando ya la daba por perdida. Por
último cuando un ser de ultratumba le reconvino de cejar en su felonía.
(Óleo sobre lienzo de Cristina Medina García)
Y, esta
vez sí, el susto llevó a Cristóbal a recapacitar y replantearse su existencia,
decidió la vida ascética y se retiró del mundo en el monasterio abulense de San
Francisco. Se cuenta que desde allí encargó a un escultor amigo suyo la
ejecución de los dos medallones pétreos que dieron a la calle la denominación
de la Vida y la Muerte, y que dan sentido y significado a este singular tramo
urbano, con la filosofía duramente acrisolada de un amante despechado.
Ávila,
marzo de 2003
Cristóbal
Medina Montero
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