lunes, 16 de diciembre de 2013

Homenaje póstumo a Jacinto Herrero

Hoy, que ya no escuchas, te digo aquello que nunca te dije. Porque yo era joven, porque era inexperto, pero sobre todo porque era tímido y quería pasar desapercibido, que nadie supiera de mi existencia, que nadie reparase en mí, para que nadie pudiera dañarme.

Tú me abriste los ojos y me hiciste saber que existen pensamientos elevados, que las palabras son instrumentos de gentes sabias que las combinan y pueden crear belleza con ellas, recrear historias que nos hablen de nosotros los lectores, dignificar un idioma, despertar corazones.

Te fuiste hace dos años, pero no te has ido, porque estás en el recuerdo.

Te conocí durante cuatro cursos, que pasé bolígrafo en mano tomando notas, como en la universidad, nos decías. “Debéis empezar a entrenaros, porque luego no tendréis libros de texto, tan sólo un profesor y su sabiduría”. Y tú de esta estabas sobrado.

En los primeros tiempos nos pediste que escribiéramos un poema: “¡Oh, Morfeo, que sueñas nuestras vidas…!” Leíste en alto, esto o algo parecido, haciendo hincapié en que no revelarías al autor, para no avergonzarle. Pero me avergoncé de que tú sí supieras que era yo. Entonces no comprendía, pensaba que eso era poesía, sólo palabras grandilocuentes y sonantes, que hablaran de mitología. Aún así alabaste la cultura del impúber osado que tal escribiera, sin saber que yo conocía al dios mitológico por los chascarrillos de los tebeos.

Metido en mi invisibilidad, escuché con los ojos y vi con los oídos a partir de entonces, pues quise aprender de quien tanto sabía y me enamoré de la literatura, un amor platónico que aún mantengo, aún sin saber durante mucho tiempo que quería ser escritor. No, yo quería ser dibujante o pintor. Los tumbos de la vida, y mis pocas facultades plásticas, me han hecho escritor. Sí, ya lo dije una vez, soy escritor porque escribo.

Te confieso una cosa que nunca supiste, yo me iba a la “Casa de la Cultura”, tomaba tu “Tierra de conejos” y la copiaba a bolígrafo en cuartillas, verso a verso, para poder llevarme tu libro a mi casa y tenerlo siempre. Esas letras impresas eran de un escritor al que yo escuchaba todos los días. Yo era un privilegiado.

Recuerdo cómo algunos días nos leías en voz alta, impostando la voz de los personajes, variados pasajes de lo mejor de la literatura castellana. Era un deleite y la mejor iniciación a la lectura que puede tener cualquier persona.

Cuatro años empapándome de tu sabiduría, en un BUP de letras puras y en un COU con Griego y Latín, me hicieron menos ignorante. ¿Pero tú te diste cuenta de que yo estaba en tus clases? Supongo que sí, según una segunda anécdota elegida de los tiempos postreros para compensar la otra de los inicios. Nos habías encomendado el día anterior un comentario de textos y pediste, alumno tras alumno y alumna tras alumna, en el Dioce ya había chicas en las clases de COU, que expusiéramos nuestro trabajo. Uno tras otro, demostraron su ignorancia, o el hecho evidente de que no habían trabajado en casa. “Venga, hazlo tú y acabemos. Lúcete ante estos patanes”. Fue un halago, ya sabías que yo existía y además confiabas en que era de los buenos. Me emocioné y me enorgullecí, pero yo tampoco lo había preparado, la verdad es que no me enteré de que teníamos que trabajar ese texto: ¡Qué narices estaría pensando! Así que improvisé, fiándome de mis conocimientos. Quedé tan mal como el resto y tú volviste a decepcionarte por unos pupilos tan ineptos. ¡Qué juventud! ¡Qué futuro le espera al país!

Pero luego las notas sí que me valoraban. Yo era de los buenos, a pesar de todo…


Hasta hace poco más de cinco años no se me había ocurrido convertirme en escritor. Siempre he sabido que se me daba bien la expresión escrita, pero no me había planteado que pudiera escribir algo que interesara a los demás.

                En mis estudios de bachillerato tuve un maestro excepcional que me despertó el interés por la literatura. Se trata de Jacinto Herrero Esteban que falleció justo hace dos años, el 19 de diciembre de 2011, y era un excelente poeta que aún no ha sido reconocido con el mérito que tiene. Su erudición y su amor a la literatura encandilaban, siendo sus explicaciones auténticas clases magistrales que bien podían haberse impartido en una facultad universitaria. No sólo hablaba de los autores más prestigiosos, a los que conocía en persona, como Dámaso Alonso, Jiménez Lozano o Ernesto Cardenal, sino que él mismo tenía libros publicados, lo cual deslumbraba a unos adolescentes de una pequeñísima capital de provincias.

                Hay que valorar y poner en su justa medida la importancia de un buen maestro, que es el que sabe motivar a los alumnos y les abre los ojos al mundo fascinante de la literatura. Recuerdo que él siempre prestigiaba la palabra “maestro” como la más hermosa, y superior a la de “profesor” que por entonces se imponía sobre la otra, al estar en plena implantación el plan nuevo educativo que trajo la E.G.B., el B.U.P. y el C.O.U.

                Además de su erudición literaria nos facilitó un arma poderosísima para entender la literatura como es el comentario de textos. Nos enseñó a manejarlo y con él a entender a los autores y a lo que querían decir. Sus análisis eran profundos y brillantes y nos hacían ver lo que  superficialmente no se veía. La técnica de comentarios de textos que nos enseñó me ha servido el resto de mi período de estudios y de lecturas.

               Con él leí lo más importante de la literatura clásica castellana, fundando la base para entender la literatura contemporánea. A partir de entonces mis lecturas han sido anárquicas, pero de vez en cuando he vuelto a los clásicos y a completar las lecturas que me faltaban y que me hacen comprender que nunca llegaré a tener el amplio conocimiento que él tuvo.

¿He dicho que era cura? Es igual, no importa, no se le notaba.

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