jueves, 28 de abril de 2016

El Tontódromo

La revista de antropología “Vetones Today”, publicación científica de la Universidad Internacional de La Cacharra, se ha sumergido en los albores históricos de nuestra ciudad, Ávila de los Caballeros, para estudiar el comportamiento del sujeto “abulensis precarius” en un entorno hostil, como fueron las décadas de los años setenta y ochenta del siglo pasado. De ella recogemos los siguientes extractos:

En esos años, la ciudad apenas abarcaba lo que se veía desde el Mercado Grande: “Tirando p’allá está el Chico, p’al otro lao llegas hasta la estación, p’allí La Cacharra y p’abajo, pues ya lo ves, el Soto”. Según declaraciones realizadas en 1978 a este investigador por un ancianito de boina calada, sentado en el poyete de San Pedro; están recogidas en el libro: “Tipejus abulensis II”, reseñado en la bibliografía.

En tan lacónico espacio urbano, los foráneos se extrañaban de que, asomándose al paseo del Rastro, todo lo que se veía era campo, y eso que se encontraban en el centro de la urbe. Si a ello unimos la precariedad económica de esos años de la Transición -que ríete tú de crisis- y a la inexistencia, total o parcial, de lugares de esparcimiento para la juventud -la calle Vallespín aún no era lo que fue, antes de venirse a menos-, pues toda la ciudad se resumía en poco más que el Grande, el cual, a decir verdad, tampoco era tan grande.


Por aquel entonces este espacio urbano tenía en medio un aparcamiento de coches en superficie, en batería a doble fila, que exigía que los motorizados dieran una vuelta tras otra al estacionamiento, esperando que saliera alguno, para meterse ellos, cosa que con el tiempo siempre acababa ocurriendo. Esta isleta motorizada separaba la fachada sur de la plaza, donde estaban la Caja Central de Ahorros y El Diario de Ávila, del espacio porticado norte, el cual se encontraba en un plano más elevado y era accesible a través de varios escalones corridos, que lo convertían en una palestra. Una vez arriba, “te hallabas en el foro”, dicho de manera coloquial por los vernáculos; que estaba libre de los bancos -de sentarse- que hoy lo ocupan.

Ahora viene lo más difícil de entender para los jóvenes que no hayan vivido esa época ignota. A dicho foro iba a parar todo quisque, de todo pelaje social. O sea, que salían de casa y no tenían que preguntar a dónde iban. Estaba claro, todo el mundo iba al Grande. Allí se formaba una riada de gentes en movimiento circular constante e ininterrumpido. Por la derecha, es decir, al lado de la grada de escaleras, se caminaba hacia San Pedro, de frente a lo que es hoy en día Bankia, entonces allí estaba Pepillo, internacionalmente conocido porque según figuraba en un cartel “On parle Français”. Ahí se giraba automáticamente a la izquierda, hacia Senén, en aquel tiempo Teto, y nuevamente a la izquierda para tomar el sentido contrario, hacia la muralla. A la altura de Disco 70, otro giro doble y de nuevo dirección a San Pedro. Y así una y otra vez. Y otra, y otra… Infinitamente. Una vez que se entraba en la dinámica era casi imposible salir. Existe una leyenda que cuenta que a uno, que todavía seguía dando vueltas, tuvieron que sacarlo con una camisa de fuerza cuando comenzaron a construir el actual aparcamiento subterráneo. Se dice que el hombre se preguntaba: “¿Estoy ya en la China?”

Este sistema circulatorio peatonal es el que bautizó al foro abulense como el “Tontódromo”, pues era un velódromo de tontos, y no es necesario realizar más explicaciones científicas. Veamos ahora cómo lo describe un aborigen:

“Como la circulación peatonal se hacía en doble sentido, y como en Ávila nos conocíamos todos -entonces sí era verdad este aserto-. pues no dejábamos de cruzarnos y de saludarnos, una y otra vez. Allí íbamos los preadolescentes a ligar los domingos por la tarde, tirando cáscaras de cacahuete a las jovencitas a cada vuelta que, en lugar de ofenderse, se reían melindrosamente, una y otra vez. Allí iban los intendentes de la Academia -aún no había traído Suárez la Escuela de Policía- a lucir uniforme y crear expectación entre las cadeteras a cada vuelta, una y otra vez. Ahí iban las madres de familia a pasear de la mano a sus vástagos, los domingos por la mañana, después de misa, descubriendo a cada vuelta que a la Juani se la nota que ya está embarazada, y se casó hace apenas un mes. “¡Adiós, Juani!”. “Adiós, Mariví”. Una y otra vez. Allí iban los maridos con sus mujeres, desesperados porque a cada vuelta se paraban ellas a enhebrarla con una amiga, y no se soltaban ni con aceite hirviendo, y cuando se ponían en marcha, nueva parada con otra conocida. Una y otra vez. Y los viejos… Bueno, los viejos no, que esos se sentaban en el poyete de San Pedro para mirar a cada vuelta las misma caras y saludarlas, una y otra vez. Que no se me olviden los estudiantes del Dioce, que salíamos en el recreo a diario, los mayores solo, a comernos el bocadillo, dando vueltas, una y otra vez”.

Consideración aparte merecen los americanos. Así se los denominaba por sus boinas, sus garrotas, el palillo en los dientes y la cartera repleta de billetes que les abultaba en la americana de pana. Se los veía todos los viernes, pues venían a la feria de ganado y en el Tontódromo cerraban los tratos, tomando luego unos vinos en el Pepillo, el Piquío, o El Águila. Pero estos no se metían en la riada de gentes, permanecían parados bajo los soportales, junto a El Águila -hoy 100 Montaditos-. En la otra esquina de la calle Estrada, la el Banco Central, paraban los rockeros de negras vestiduras, pelos largos, barbas cerradas y humos embriagantes. Ambos grupos protagonizaron un capítulo etnográfico de la National Geographic.

Pero todo eso cambió radicalmente y las nuevas generaciones de este siglo olvidaron pronto de la denominación de Tontódromo. Ahora todo es distinto, los hijos y nietos de aquellas gentes van al centro comercial "El Bulevar", donde se cruzan y se saludan todos… Una y otra vez.

(Este relato está publicado en el libro "El mundo según los abulenses", Éride Ediciones, Madrid, 2015.)


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4 comentarios:

  1. yo trabajé un verano en Pepillo de "botones" haciendo un poco de todo y cobrando poquísimo. Bajaba por las mañanas y alzaba por las tardes el toldo que se ve en la foto con una manivela portátil. Una vez pregunté quién hablaba francés y parece que había uno de los camareros de mesa que lo habló en algún momento. Menos mal que en todo ese verano no aparecieron por ahí franceses, ni belgas, ni suizos. Los que sí venían todos los viernes eran los americanos, ese día se preparaba una exitosa paella (quizá los domingos también). Las cañas valían a 12 pesetas y el precio incluía pincho, teníamos un camarero gordito que soltaba la retahila: callos tortilla guisada, asadurilla..., con gran velocidad. El motivo era en poner en primer lugar lo que había más prisa en vender, porque lo demás no se pillaba.

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